PRELIMINARES - GUAYABAL




Escudo de la ciudad de Victoria de Las Tunas



Tras estos días de viaje durante los cuales no he podido abrir ningún post nuevo, retomo el blogcumental en donde (más o menos...) lo habíamos dejado.
(NOTA: Este tipo de interrupciones serán la tónica dominante en cuanto comencemos a trabajar en serio, y posiblemente los post no se actualicen en un par de días, pues no es posible estar viajando y recopilando datos, filmando, haciendo fotos y entrevistando a la gente y al mismo tiempo, poner orden, escribir el reportaje y subirlo a internet, cosa fácil de comprender, por lo tanto, ruego paciencia, esto no es en riguroso directo…). Y por descontado, lamentándolo mucho, me veo obligado a ilustrar este post con unas imágenes que no están ni de lejos a la altura que me hubiese gustado ofrecer, pero son las últimas que se conservan de aquel viaje y han sido extraídas de un vídeo grabado con un celular. Esperamos solventar pronto este engorroso tema...

Allá a donde uno quiera que vaya, un gallego habrá llegado ya mucho antes... Guayabal, Villa Gallega

Dos días después de nuestra llegada atravesando la tormenta, nos dispusimos a analizar los preliminares. Nuestros anfitriones, el Señor Lorenzo y Mami Livia nos fueron dando algunas indicaciones, principalmente en lo referente a la distribución y localización de las tierras, los propietarios que probablemente no pusiesen problemas de ningún tipo a hacer fotos o hablar con la gente , cultivos específicos, etc. Información que nos sería de ayuda (nada de política, no se metan en líos, nos decían una y otra vez). Ese día lo dedicamos, aparte de a buscar localizaciones, a conocer el barrio, los vecinos, etc. Todos parecían saber ya de nuestra llegada, pues tanto el día en que por fin llegamos, como los dos o tres siguientes, un buen número de vecinos de todo tipo, sexo y condición, se pasaron por la casa como quien no quiere la cosa, unos a saludar a sus compadres, y de paso, echarnos una ojeada, otros, a comprar o vender, o simplemente pedir, y aprovechando la ocasión, echarnos una ojeada (Mire, Livia, ¿tiene azúcar?, es que se nos terminó, y hasta que venga mi esposo no puedo mandar a nadie a la choping, y yo no puedo dejar a la viejita sola, usted sabe… ¡Ah!, pero… tienen visita, bueno, no importa, cojo el azúcar y me voy, ¿y ustedes, de donde son?...). La lista resultó ser interminable, y ni me fijé en todas aquellas personas que iban y venían entrando y saliendo como Pedro por su casa, pues de nada me hubiese servido, pues, aparte de no conocer a ninguno, luego, dado el trasiego de personas, me hubiese sido difícil el reconocerlos por la calle. La mayoría no dudaban en entablar conversación directamente, haciéndonos mil preguntas, y como casi todos tienen parientes en España, pues no perdieron la ocasión de solicitar tal o cual papel, partida de nacimiento, certificados de defunción, etc, de cualquier pariente, mientras que los más tímidos se limitaban a observar por la puerta sin atreverse a entrar del todo. A la vuelta a España estuve unos cuatro meses haciendo llamadas a diversos registros civiles solicitando, principalmente, partidas de nacimientos.
A partir del tercer día la cosa ya se fue calmando un poco, perdida ya la curiosidad inicial, pero para entonces ya contábamos con una larga lista de nombres, fechas de nacimiento y ayuntamientos a los cuales llamar, y desde entonces, excepto gente que deseaban comprar algo (Mami Livia fabríca y vende de manera absolutamente artesanal dulces de maní o puré de tomate, entre otras cosas), los vecinos directos y algunos parientes, las visitas decrecieron, pues ya cada uno había realizado su pedido de documentación y ahora solo quedaba esperar.

Guayabal. Playa frente al chiringuito. Al fondo puede verse la pequeña península y la factoría


Tras valorar algunas opciones, decidimos ir a echar un vistazo a Guayabal, al sur, la idea era salir por la mañana, no muy temprano, puesto que Guayabal, según mis indicaciones, quedaba a poco más de 60 km (más o menos), ya que resultaba difícil el conseguir una información más precisa, relativa a las distancias kilométricas, pero vamos, que no esperábamos complicaciones, así que nos lo tomamos con calma. Como guías, llevábamos al amigo Iván y a su esposa Yuneisi, los cuales, en todo momento nos brindaron no solo su amistad, sino también todo el apoyo y ayuda posible, sin ellos, tal vez hubiésemos llevado más trabajo, o no hubiésemos conseguido algunos de los contactos o de los objetivos propuestos. Esta vez, nos informamos de cuáles serían las condiciones climatológicas imperantes, y todo era liso y llano.
Todo menos la carretera en sí, que en tramos dejaba incluso de existir, pasando a ser un simple camino de tierra en algunas ocasiones, lo que conllevó que, finalmente, terminásemos perdidos por un camino de cabras abierto a golpe de bulldozer en plena manigua, dejando a nuestras espaldas una nube de polvo, hasta que finalmente, encontramos algunas casas y una fábrica de algo que no conseguimos concretar (nada militar, ni ultrasecreto, ni siquiera secreto a medias, creo que era de baldosas, pero como cada uno al que le preguntamos les llamó de forma diferente, no comprendimos claramente el qué se manufacturaba allí, hasta que ya de regreso, el Señor Lorenzo tuvo a bien explicarnos algunos cubanismos). Dado lo agreste del terreno, lo apartado, y el innegable hecho de que aquella pista que se confundía con la carretera nos había llevado hasta allí, decidimos tomar la cosa como algo premonitorio, y de paso, tomar también algo fresco que una amable guajira nos sacó del frízer (nevera), un delicioso helado natural de guayaba que dejó por los suelos al resto de todos los helados que haya probado, tanto antes como después. Sin comparación. Tras intercambiarse recetas Ana y la guajirita, algo que es innato a las féminas en cualquier parte del planeta, y convenientemente informados del camino a seguir, dimos la vuelta, procurando no levantar polvo que molestase a los escasos habitantes del batey (Batey. De or. caribe. En los ingenios y demás fincas de campo de las Antillas, lugar ocupado por las casas de vivienda, calderas, trapiche, barracones, almacenes, etc.), al menos, en la medida de lo posible, y finalmente conseguimos salir a la carretera. Nuestro guía había tenido un lapsus, pues la pista que llevaba al Batey era reciente y el desvío no se diferenciaba para nada de la carretera que estábamos siguiendo en ese momento, otro camino de cabras, con lo que perderse no resultó nada difícil.
Una vez retomado el camino y a los poco kilómetros, pudimos ver caminando por el arcén, con todo el sol del mediodía cayéndoles encima, a una anciana guajira acompañada de dos niños que tendrían entre los cinco y los ocho años. Detuvimos el coche a su lado y nos ofrecimos a llevarlos. Al ser turistas, la anciana nos observó con recelo, pero Iván y Yuneisi disiparon sus temores y tras hacerles sitio a los tres, continuamos camino a Guayabal, aunque nuestros pasajeros se quedarían antes. Venían del batey que acabábamos de dejar atrás, e iban camino de una población distante unos 10 km de donde los habíamos recogido. Allí vivía la hija de la anciana, que había estado enferma, o tenido un accidente, y había estado ingresada. Como el yerno estaba de misión en el extranjero, y la comay (consuegra) era mayor, se encontraba también enferma y vivía con otra hija, ya que estaba con un pié en la tumba, ella se había hecho cargo de los pequeños, y ahora que ya estaba bien, se los iba a llevar y de paso pasar con ella unos días. Los niños no dejaban de observarlo todo a su alrededor, hablaban sin parar entre ellos de todo lo que pasaba ante sus narices por las ventanillas y se llenaron los bolsillos de los caramelos que Ana y Yuneisi les dieron (den las gracias, no vayan a parecer unos niños malcriados, les dijo la anciana, a lo que ambos respondieron con un sonoro “muchas gracias”). Por el camino, pasando un pequeño puente sobre un río, pudimos observar a varios guajiros afanándose con un tractor por el centro de la corriente. El río ni era profundo ni tenía mucho caudal. La anciana despotricó contra los guajiros del río, diciéndonos que aquellos pendejos estaban lavando el tractor en el río, y llenando todito de mierda, el agua que ellos iban a beber, algo que estaba prohibido, y que si por ella fuera, los denunciaba. Luego nos contó que por allí, se criaban búfalos asiáticos traídos de Vietnam, y que los cuatreros no daban chance (descanso). La última, robar un búfalo y cortarle la cabeza, la cual pusieron sobre una estaca clavada al fondo del río, de forma que solo la cabeza sobresalía. Los búfalos suelen estar la mayor parte del tiempo metidos en el agua, para combatir el calor, y como la cabeza estaba allí, entre el resto de las cabezas de los vivos, nadie descubrió el engaño hasta pasados tres días, cuando la cabeza comenzó a oler, llena de moscas, solo entonces los pendejos de la granja habían descubierto que les había volado una res. El vocabulario de la anciana estaba plagado de cubanismos, la mayoría de los cuales me limito a traducir, para la mejor comprensión del texto.

Iván


Tras dejar a nuestros pasajeros ante la misma puerta de la casa de su hija y madre, volvimos a la carretera. El resto del camino hasta Guayabal transcurrió sin mayores incidencias, exceptuando una curiosidad, la Curva con Ángulo de 90 Grados. El aire acondicionado del Hyundai se estaba portando, la música, suave, permitía el hablar sin tener que levantar la voz, el ambiente distendido del viaje (creo que aún nos íbamos riendo del ingenio de los cuatreros), hacían la conducción agradable, cuando, observando al fondo de la recta por la cual circulábamos, me doy cuenta de algo raro, las cosas no me coinciden, pero en un principio, no logro precisar el qué. Llegados al final de la recta, observo con estupor que la carretera se acaba, cruzada en ángulo recto por una suave cuneta y el límite del monte, y entonces comprendo qué me pareció raro. Detengo el coche justo ante la cuneta y los árboles que nos cierran el paso y observo asombrado lo que parece el fin de la carretera. Iván me dice que está bien, que a la derecha. A la derecha observo asombrado que la carretera continúa sin una curva, es todo un ángulo recto, como si hubiese sido diseñada por un ingeniero loco, o borracho, o ambas cosas a la vez. O tal vez eran dos carreteras que habían coincidido allí, y las dejaron tal cual estaban cuando se encontraron ambas brigadas de trabajo. Un árbol caído, tal vez por causa de la famosa tormenta de hacía unos días, y que todavía no había sido retirado del todo, tapaba la carretera con su copa. Lo que me había llevado a creer que nuestro viaje finalizaba allí, aunque el camino estaba libre. Tras maniobrar y enfilar de nuevo el asfalto, entramos en Guayabal una hora más tarde. Serían poco más de las doce, hora del almuerzo, así que Iván se ofreció a visitar a unos conocidos a ver cómo estaba la cosa, mientras el resto esperaríamos en un barcito que allí había, ya que no sabíamos cómo reaccionaría aquella gente al ver que éramos turistas, algo inusual, por lo que Iván hablaría primero y los pondría en antecedentes, para que no se sintiesen cohibidos. Los guajiros se muestran no recelosos, ni mucho menos, ante los turistas, más bien todo lo contrario, solo que tal vez, inconscientes de lo mucho que tienen, sean conscientes de lo poco que pueden ofrecer y eso los avergüenza, por llamarlo de alguna manera. En ningún momento hemos sido objeto de malos tratos ni físicos ni verbales allá a donde fuimos, más bien, en todo momento se nos mimó y agasajó más allá de lo necesario, sus puertas están siempre abiertas (literalmente), y cualquiera es libre de entrar y salir, lo que a su vez propicia algunos robos, pero a los que nadie da demasiada importancia. Lo cortés es llamar a voces al interior cuando se quiere entrar, simplemente para avisar de la presencia a los de la casa, aunque la mayoría de las veces las voces de llamada se emiten ya dentro de la vivienda.
El barcito era una simple caravana acondicionada en una esquina de un terrenito cementado y cerrado, con mesas, sillas y sombrillas en el exterior y un enorme equipo de audio, la música que no falte. En ese momento estaba cerrado, pues al parecer, solo abría por las tardes, el resto del tiempo no venía nadie, la mayoría de los vecinos se dedicaban a trabajar en las factorías de pescado, a pescar langostas o a trabajar en los centrales azucareros. Allí se presentó el hombre todo servicial, ya que al parecer, algún vecino lo había informado de la llegada de visitantes que se habían sentado en las mesas de su local buscando la sombra, y venía a ver de qué iba la cosa. Al ver turistas no dudó ni un segundo en abrir el chiringuito.

En el Chiringuito, esperando a Iván, poco antes de que llegasen la gente del Moscova

El hombre se desvivió por servirnos e inmediatamente se pusieron sobre la mesa varias latas de refresco, cerveza, y una botella de ron, para abrir boca, a la cual le hicimos los honores, y poco después, hicieron su aparición en un destartalado y ruidoso Moscova ruso unos conocidos de Iván y Yuneisi de Las Tunas, que se habían acercado a Guayabal a comprar cajas de camarones congelados con las que hacer negocio, y pronto estuvimos unas seis personas de animada charla, eso sin contar la inevitable curiosidad de los naturales, que sin perjuicio alguno se acercaron a hablar amigablemente con nosotros y de paso, darse algún que otro trago de ron o tomarse una fresca cerveza, a lo cual invitábamos sin reserva a todo el que quisiese, o refrescos, si el ron o la cerveza no les apetecía, con lo que pronto la cosa se convirtió en un ir y venir de gentes desconocidas que se acercaban sin vergüenza, y de manera espontánea entablaban conversación, sentándose en las sillas para pronto marcharse, como si, satisfecha su curiosidad, dejasen el sitio a otros vecinos que, pese a no haber nadie por la calle, no tardaban en hacer acto de presencia, como turnándose, para no espantarnos, mientras Iván, tras pegarle un trago a su lata y rellenarla luego con ron, se iba a la búsqueda de sus conocidos. Tardamos como cuatro horas en volver a verlo, mientras el caballero del bar no dejaba de ponernos latas de refrescos y botellas de cerveza y ron, sirviéndose de vez en cuando para sí mismo sin que nadie lo hubiese invitado, y cobrando luego su consumición, pero como cada dos o tres rondas, a una invitaba él, a nadie le importó. Eso por no mencionar la amabilidad del trato en todo momento, ya que incluso mandó a uno de los vecinos que se acercaban curiosos a buscar una enorme bolsa de hielo a casa de alguien, para mantener las bebidas frías.
Lo malo fue que el personaje en la caravana solo tenía bebidas, nada para comer, ni una simple bolsa de papas fritas, y como habíamos madrugado y salido casi en estampida sin más que un café en el buche, todos estábamos que subíamos por las paredes del hambre. Y el amigo Iván, que iba a solucionarnos los problemas, sin aparecer. Así que deje de darle al ron, puesto que tenía que conducir de regreso, no fuese a sentarme como una patada con el estómago vacío, cosa que los demás (los compradores de camarones), no hicieron. Ana y Yuneisi se lo tomaron con calma, pero también terminaron por dejar el ron aparcado.
Serían cerca de las cinco de la tarde y nuestros estómagos daban un concierto que ni la Filarmónica de La Habana, cuando vimos aparecer a Iván al fondo de la avenida, todo contento y sonriente. Tras servirse un ron de la botella que aún quedaba (y creo que sería la tercera, así que nuestros compañeros, los compradores, unas cinco personas, estaban todos de lo más alegres y dicharacheros), nos contó que había estado en casa de sus conocidos, pero había tenido que esperar a que llegase el cabeza de familia, luego habían salido juntos hacia la factoría y el amigo Iván no había perdido la ocasión para hacer negocio. El caso es que en Las Tunas había escasez de camarones, que solo pueden adquirirse en el mercado negro, ya que está ligeramente prohibido su consumo, reservado en su mayoría para atender la ingente demanda del sector turístico, de ahí la presencia también de nuestros compañeros, aunque por cierto, la prohibición no la respeta nadie, ya que como digo, el marisco se vende en el mercado negro sin mayores problemas y a buen precio, dada su misma proscripción, y había aprovechado la ocasión por su cuenta para que todos saliésemos contentos y satisfechos. Habían hablado con alguien dentro de la factoría y estaban esperándonos para cuando fuésemos a marcharnos, que pasásemos por allí a coger un par de cajas de camarones nosotros y lo que quisiesen los compradores (sospecho que, gracias a sus gestiones, consiguiendo un precio muy bajo para sus vecinos, se llevaría una buena comisión). Pero ante todo, había que comer, y ya nos estaban esperando en la casa de su compadre preparándonos algo. Tras arreglar las cuentas pendientes con el gerente del chiringuito, nos subimos a los coches y nos pusimos en marcha. Todos, sin excepción, nosotros y los compradores, unas nueve personas.
La casa resultó ser una construcción típica antillana, una mezcla de prefabricado y bohío, cemento y madera, con orden pero sin concierto. Las habitaciones eran de ladrillo rebozado y encalado, mientras el resto era de sólidos tablones, negros por el paso del tiempo, amplia, fresca y acogedora. Salió a recibirnos la señora de la casa, que enseguida nos franqueó amablemente la entrada y nos condujo a un gran patio trasero, a la sombra de unos árboles, en donde nos esperaba el patrón limpiando un enorme pez al lado de una parrilla. Nuestro vecino más cercano, al otro lado de un pequeño muro de madera que delimitaba el patio de la casa vecina, resultó ser una gigantesca verraca negra paridera que debería rondar los doscientos kilos y que nos observaba de cuando en vez con ojo crítico y en silencio.
Los olores del pescado a la parrilla no se hicieron esperar, y mientras nos íbamos acomodando en la mesa, hicieron acto de presencia los pequeños nietos del patrón, recién salidos del colegio, alborotando la casa con sus juegos y dándole vida con sus disputas, y que de pronto guardaron silencio al ver extraños en su casa. Nos observaron con circunspección, como evaluándonos con aspecto grave, pero unos caramelos mostrados a tiempo por Ana hicieron florecer nuevamente las sonrisas y disipar la desconfianza de aquellos diablillos disfrazados de niños.
Casi inmediatamente, y mientras el perro de la casa nos observaba tumbado a la sombra de un techado de guano y atado a un poste, la señora y su nuera, la madre de los diablillos, una preciosa guajira, comenzaron a sacar de la cocina, mientras el pescado se asaba en las brasas despidiendo un delicioso olor que solo contribuyó a aumentar las protestas de nuestros estómagos, una serie de bandejas con un cóctel de camarones que a ver quién se negaba, y como no, camarones a la plancha, hasta llenar la mesa. Por supuesto que nos lanzamos a comer como locos, bueno, la expresión en un decir, una frase hecha, creo que sería más correcto decir que no esperamos a que nos dijesen dos veces que comiésemos hasta reventar.

Madre, hija y nietos. Nuestros anfitriones posan sin problemas

Ni que decir tiene que inmediatamente convidamos a nuestros anfitriones a compartir la mesa con nosotros, a lo que en un principio se negaron amablemente, pero finalmente, tras varias súplicas, y por no hacer un feo a los turistas, terminaron por acceder, al menos, el patrón, ya que las mujeres, se levantaban cada dos por tres para recoger alguna cosa, o poner en la mesa más alimentos. Los filetes de pescado desaparecían, al mismo ritmo que los camarones, en un visto y no visto y comenzamos a tratar el tema que realmente nos había llevado hasta allí. Tras exponerle el tema al patrón, no puso objeciones, había que avisarlo con tiempo, por supuesto, un día o dos antes serían suficientes, y él mismo y su hijo me llevarían a donde quisiese ir a pescar, y a ver todo lo que hubiera que ver, fotografías, vídeos, sin problemas. Cerramos el trato con un lingotazo de ron.
Mientras charlábamos y comíamos todos animadamente, Ana se enteró por la guajira que se podía comprar a buen precio un saco o dos de azúcar moreno a unos negros que trabajaban en el ingenio azucarero y tenían un batey a la salida del pueblo, en donde vivían. Como en Las Tunas, aparte de haber escasez de mariscos, también la había de azúcar y de otros productos, Ana decidió llevarle a nuestra anfitriona, Mami Livia, un saco de azúcar para que pudiese seguir haciendo sus dulces, cuya producción se había ralentizado por falta del mismo, y aunque podía hacerse con azúcar blanco, no era igual, no tenía esa textura, color y sabor que daba el azúcar moreno. La guajira se ofreció a acompañarnos, pues conocía a los prietos. Al terminar la comida, ya todos satisfechos, y mientras los demás saboreaban un ron, la guajira, Ana y yo, cogimos el coche y nos fuimos al batey, a por el azúcar. El sitio resultó no estar lejos, casi al fondo de la calle. Allí, en un terreno abierto, había varias casas de madera, típicas, un tejado la mayoría a dos aguas, de Uralita o de cinc ondulado, y el resto de las típicas hojas de guano o de plátano, y cuyo interior consistía en una pared de madera separando dos estancias, una la cocina, otra las habitaciones, en donde colgaban varias hamacas, en dependencia de cuantos fuesen los componentes de la familia. Las puertas eran simples cortinas de tela. Un par de niños desnudos, todos muy negritos y que a duras penas superarían los cinco años, jugaban bajo el sol de la tarde en un pequeño regato de agua que atravesaba la calle. A una indicación de la guajira, detuve el coche frente a una de las cabañas, y allá se fueron ambas, dejándome en el coche a la espera. Aparte de los niños, no se veía a casi nadie, exceptuando una joven embarazada que salió de una cabaña, cruzó la calle y entró en otra un poco más allá, tras llamar a gritos a quien estuviese dentro. Como la cosa parecía alargarse, ya que llevaban un buen rato dentro, descendí del coche y me puse a observar a los niños jugando en el agua mientras fumaba un cigarrillo. En eso, que veo salir de la casa a paso de carga a un enorme personaje más alto que yo (y mido 1,80…) y con una musculatura que ríase del Schwarzenegger o del Van Damme en sus buenos tiempos, con un enorme saco al hombro de unos cincuenta kilos, y otro bajo el brazo, solamente cubierto por un corto slip, que se dirige presuroso al maletero del coche, el cual, tras tirar el cigarrillo, me apresuro a abrir, mientras el prieto espera paciente sin decir nada, coloca sin problemas los sacos en el maletero y se vuelve a la cabaña sin despegar los labios. Al momento, la guajira y Ana salen de la cabaña muy contentas charlando animadamente, y tras montar todos, volvemos a la casa. Allí nos despedimos finalmente de nuestros improvisados anfitriones. Efusivos y sinceros abrazos, besos y despedidas terminaron de sellar el trato y salimos rumbo a la factoría, a coger los camarones. Tras bordear la costa y entrar en una pequeña braza de tierra que se adentra en el mar como un apéndice o un dedo señalador, en la cual estaba ubicada la factoría, Iván ordena parar los coches al lado de una nave. El sol está por ponerse (en el trópico, creo haberlo comentado ya en otro post, el sol sale muy temprano, pero también se pone temprano) y pese a que todavía quedan una hora y algo de luz, el camino de regreso no será fácil. Tras bajarse del coche, entró decidido por una puerta, y apareció apenas cinco minutos después cargado hasta las cejas con cajas de camarones recién pescados, cajas de cartón de unos dos kilos cada una. Lo seguían tres o cuatro personajes más, también cargados como burros, cada uno llevaría unas diez cajas en precario equilibrio. Rápidamente las cajas fueron ubicadas en los maleteros, repitiéndose la operación un par de veces, aunque ahora Iván no entró, solo los operarios que traían las cajas y las cargaban, la mayoría en el Moscova. Tras ordenar y mover los sacos de azúcar a un lado del maletero (lo que descompensó el coche), y tras aislarlos con algunas bolsas de plástico para evitar que el azúcar se mojase, aparecieron de nuevo los de la fábrica, cargando dos enormes pargos recién pescados y grandes como medio cerdo, que depositaron en nuestro maletero, encima de los camarones. También nos proporcionaron unos cuantos periódicos viejos, para proteger mejor el azúcar (luego me enteré de que Ana había comprado 200 libras, unos 100 kilos, cincuenta kilos en cada saco de un fino azúcar moreno por unos cinco euros los dos sacos, precio que le habían pedido los vendedores).
El camino de regreso resultó más fácil de lo que había sido a la ida, nuestros inesperados compañeros conocían la zona mejor que nuestro guía (“chico, ya yo te decía que por aquí era mejor, ya está bueno”, de disculpaba Iván), y regresamos por otra ruta, esta vez toda asfaltada y sin riesgo de perderse. Apenas hora y media después, ya estábamos “en casa”. Tras hacer el reparto (tocamos a un pargo por cabeza y diez cajas de langostinos, unos veinte kilos) dejamos a Iván y a Yuneisi en su domicilio. Mami Livia no encontraba forma de agradecernos el azúcar que le habíamos llevado y el señor Lorenzo agradeció el obsequio del pargo, con el cual esperaba deleitarnos al día siguiente. Y al otro también, ya que el pez era tan grande que dio filetes de pescado para todos durante dos días.

Otra vista de la factoría al fondo

Al final, la cosa no había sido tan mala. Yo había podido observar desde el chiringuito, a pié de playa, la pesca artesanal de la langosta, el horizonte recortaba las lejanas siluetas de varias barcas dispersas y había podido observar sus evoluciones, aunque demasiado lejos, por supuesto, pero había conseguido las localizaciones deseadas, habíamos establecido los contactos precisos para poder documentar un día de pesca sin problemas y además habíamos conseguido hacer nuevas amistades, que era más importante.

Guayabal. Vista aérea de la pequeña península y la factoría pesquera. © 2009 Google maps


PROYECTO GUAJIRO es una idea original de DAVID POSSE. © 2009. Todos los derechos reservados.

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