PRELIMINARES - NUEVITAS






Nuevitas. A la izquierda de la imagen puede verse una pequeña parte de la población, el enorme descampado de la derecha corresponde a los terrenos de la fábrica de cemento, conformando un paisaje lunar. © 2009 Google Maps


El siguiente paso que teníamos proyectado era el viajar a Nuevitas, una población situada al norte de Las Tunas y al oeste de Puerto Padre. No por nada en especial, el viaje no estaba dentro de nuestros proyectos y la verdad es que nunca había escuchado hablar de Nuevitas, pero para eso estábamos allí, ¿no? Esta vez dejaríamos a Iván aparcado y llevaríamos otro guía, no por nada, lo cierto es que Iván tenía que trabajar y no podría acompañarnos. Esta vez la guía sería nuestra anfitriona, Mami Livia. Ella conocía gentes que podrían ayudarnos en nuestro cometido.
Tras un buen desayuno, nos pusimos en marcha. Yo no tenía aún muy claro qué íbamos a encontrarnos en Nuevitas, ya que no teníamos esa población en la agenda, pero al averiguar algo de su historia, pude comprender el interés, al menos, histórico, que la zona encerraba. Esta pequeña población se encuentra ubicada en una península (Península de Guincho) al fondo de una bahía con una estrecha salida al mar. La ciudad actual de Nuevitas data de 1818, aunque ya con anterioridad otros conquistadores y colonos se habían asentado por la zona, en la cual se ubicaba un poblado Taíno. Colón fue el primer europeo en visitar la zona durante su primer viaje, a mediados de noviembre de 1492. Por allí clavó una cruz de madera y bautizó la zona como Puerto Príncipe, hoy la Bahía de Nuevitas. Años más tarde, en 1514, Diego Velázquez arribó a la zona, encontró la cruz dejada por Colón y decidió fundar un asentamiento llamado Santa María, pero pronto los jejenes y las dificultades para conseguir agua dulce le hicieron cambiar de idea y trasladar los bártulos, primero a un poblado taíno, Caonao, y poco después, a la actual Camagüey. En Caonao se llevó a cabo, por parte de los hombres de Pánfilo de Narváez, una injustificada y como todas, cruenta matanza, que a duras penas consiguió detener Bartolomé de las Casas, no antes de que casi todos los presentes fuesen pasados por las armas sin distinciones de sexo y edad, cuando estaban desarmados agasajando a los españoles. La zona conoció diversos vaivenes habitacionales, pero no fue hasta 1775 que volvió a poblarse más seriamente. En 1780 se construye un puerto para el cabotaje, que en 1801 sufre los ataques de los corsarios ingleses, y dos años después, se crea la aduana, pero no es hasta 1813 que se comienza a edificar en serio. Un huracán arrasa puerto y población en 1821, por lo que de nuevo se reconstruye la ciudad, que por cierto, aún no se había ganado tal título, pero es para entendernos. Por entonces, su nombre era Caridad del Guincho, aunque también se la conocía con el de San Fernando de Nuevitas, que finalmente se quedó en Nuevitas, a secas. En 1837 se creó la administración de Correos y el Ayuntamiento, así como la primera estación de ferrocarril. No estoy muy seguro acerca de cuándo recibió oficialmente el título de ciudad, ya que algunas fuentes situaron ese nombramiento en el año 1846, mientras otras lo sitúan cuarenta años más tarde, en 1886. De cualquiera de las dos maneras, la cosa parecía interesante. No cabía duda al respecto, ya que el mismo Colón habría pronunciado por allí aquello acerca de “la tierra más hermosa que ojos humanos vieren”. Aunque sospeché que desde entonces, las cosas habrían cambiado algo.
Lo cierto es que la carretera hacia Nuevitas estaba en mejor estado que la que conducía a Guayabal, y por cierto, debo aclarar en relación al post anterior, que a estas alturas la famosa Curva de los 90 Grados parece ser que ya no existe, al menos, como yo la había visto, ya que me han llegado noticias de que se la ha arreglado y ahora es una curva normal, eso sí, un poco más cerrada de lo corriente, pero curva, al fin…
El viaje transcurrió sin incidentes, el día era soleado y caluroso, pese a la fecha, ya que ahora que lo pienso, no creo haber comentado que estos viajes tuvieron lugar entre los meses de diciembre y enero, en pleno invierno. Lo de invierno también es un decir, ya que la temperatura, a aquellas horas de la mañana, pasaba de los veintidós grados. Y subiendo. Hicimos el viaje sin escalas y entramos en la ciudad hacia las once de la mañana. Nuestros anfitriones ya nos estaban esperando, se trataba de una familia dedicada al pastoreo al otro lado de la ciudad. Cruzamos la ciudad y casi ya en las últimas casas, Mami Lívia nos ordenó doblar a la derecha, por una calle asfaltada a trozos, y detenernos al pié de unas escaleras en la cual se podía ver a unas cuantas personas esperando. Nuestros anfitriones.
Al bajar del coche, pude notar un olor peculiar y no muy agradable en el aire, que luego supe se debía a la cementera que estaba al otro lado de un pequeño cerro no muy alto, pero que tapaba la visión de lo que estaba al otro lado. Tras las presentaciones, los abrazos, besos y apretones de manos, pasamos al fresco interior, al amplio patio trasero, en donde, bajo techado pero al aire libre, se había montado una larga mesa, y un buen fuego ardía en el centro del patio. El anfitrión, Alberto, nos acompañó seguido de su esposa, María Margarita, y dos de sus hijos. Inmediatamente apareció sobre la mesa una botella plástica de refresco, de esas de dos litros, mediada de ron blanco de fabricación casera. Me abstuve de beber aquel ron, ya que Mami Lívia nos informó que aquel ron era lo más parecido a un explosivo, y tengo por norma no beber cuando manejo.
Los hijos, tras las presentaciones y los preliminares, se lo pasaron yendo y viniendo de un pequeño galpón al fondo del patio, en donde acababan de matar un cordero, mientras Margarita se afanaba limpiando concienzudamente un enorme pote de cobre, brillante por dentro y negro de las llamas por fuera, que pronto colocó sobre un trípode que descansaba entre las brasas. Mientras hablábamos, no pude dejar de observar los preparativos. Los hijos tenían buen cuidado en limpiarse la sangre del animal que estaban despellejando y limpiando, cada vez que se acercaban a nosotros. Margarita corregía cada poco a su esposo, cuando éste decía alguna palabra fuera de tono mientras conversábamos, echando aceite al pote, y acercándose de pronto hacia la mesa, mientras su marido nos contaba un chiste. La risa de nuestro anfitrión perdió fuerza cuando vio que su esposa agarraba con mano firme la botella de ron de la cual estaba tomando alegremente y se dirigía con ella al fuego. Intentó decir algo, mientras alzaba una mano hacia su esposa, como queriendo asirla pese a la distancia que los separaba, pero la voz de ella sonó firme: el ron era para la comida, nada de bebérselo. Y procedió a vaciar la botella sobre el aceite del pote y los condimentos que flotaban en el. No dejó ni una gota. Aunque supongo que, dado el tamaño del pote, falta le haría todo aquél ron para lo que fuese que iban a cocinar, ya que yo aún no había tenido tiempo de relacionar el fuego, el pote y el cabrito que ya estaba listo y esperando, al menos, no hasta ese momento.
El anfitrión se quedó serio, observando a su alrededor, y poco después, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en las manos, comenzó a protestar por la falta de ron, alegando que era intolerable no tener ron en casa para poder agasajarnos como era de ley, sin tener en cuenta que ni Mami Livia, ni Ana ni yo estábamos bebiendo otra cosa que refrescos. Lo cierto es que la situación estaba tomando un aspecto de lo más cómico y agradable.
Uno de los hijos se ofreció a ir a buscar más ron, y tras ponerse una camisa, agarró la botella y me ofrecí a llevarlo, ya que había que ir a una destilería más o menos casera unas cuadras más allá. Ana insistió en acompañarnos, y allá fuimos. Dejamos al muchacho en la esquina de una especie de nave, por donde deambulaban varias personas todos con sendas botellas en las manos, esperando turno o degustando el ardiente néctar recién comprado. Mientras nuestro anfitrión esperaba a su vez, y para no llamar la atención con nuestro flamante Toyota con placa turística, decidimos ir a un pequeño centro comercial para hacer tiempo, y ya luego pasaríamos a recoger a nuestro acompañante. En el local, un bajo habilitado como supermercado en el cual se pagaba con divisas (USD), compramos diversos objetos para obsequiar a nuestros anfitriones, entre ellos una botella de ron blanco tamaño Magnum, para que Alberto no se fajase (enfadase) más de lo que ya estaba. Ambos nos guiñamos un ojo. Tras las compras, pasamos a recoger al hijo de Alberto y María Margarita, y emprendimos rumbo de vuelta a casa.
A nuestra llegada, a la puerta, nos asaltó un dulce olor que eclipsaba al emitido por la cementera, al otro lado de la cuesta. Ahora, era Alberto el que estaba junto al pote, oficiando de cocinero con la ayuda de su otro hijo, mientras Margarita y Mami Livia ponían la mesa. Allí, dentro del pote, el cabrito se asaba lentamente con aceite y ron, despidiendo un olor capaz de levantar a un muerto.
Alberto me llamó a su lado con un cordial gesto de mano. Se mostró encantado con el regalo que le había traído, e insistió, en honor a mí, en darle gusto, rechazando de plano el ron que su hijo había ido a buscar. Era un hombre alto, pese a sus años, tanto como yo, y se notaba que había sido un personaje dotado de musculatura, pese a que los años y el corazón estaban pasando factura. Eso, el no poder hacer gran cosa, dada su salud, lo hacía sentirse impotente, algo que ya no era útil, pero tampoco se dejaba vencer por ello. Miré el pote con ojo crítico, aunque con disimulo, pues la cantidad de aceite y de ron me había parecido desmesurada, pese a todo. Allí flotaba el cabrito, guisándose con lentitud, convenientemente despiezado para hacerlo manejable, y al cual Alberto daba vueltas con un largo tenedor metálico con gesto experto. Lo cierto es que la apariencia no parecía muy halagadora, pero el olorcito contradecía lo que la vista mostraba. Esperé a ver lo que dirían luego el resto de los sentidos. Al calor del fuego no pude rechazar una cerveza bien fría, y nuestro anfitrión comenzó, entre vaso de ron y vaso de ron, a contarme algo sobre él. En su juventud, se había tirado al monte y se había unido al ejército Rebelde, luchando contra la dictadura de Batista, y contó anécdota tras anécdota de aquellos tiempos, mientras no sacaba ojo del guiso. A todo esto, el cordero fue dorándose con lentitud, como si estuviese sobre las brasas, en lugar de nadando en aceite hirviendo rebajado con ron.
Ni que decir tiene que a esas alturas, nuestros estómagos parecían una coral polifónica, no solo por la hora, si no por el olor. En la cocina, Mami Livia ayudaba a Margarita a preparar unas papas fritas, boniatos, yuca hervida, tamales y arroz con frijoles (moros y cristianos), para acompañar al guiso. Tras casi una hora de preparativos y de ver toda la finca y valorar los chivos, sonó la campana. La mesa estaba puesta. Al pan, pan, y al vino como locos, así que no lo pensamos más y allá nos fuimos, a ocupar nuestros asientos ante un gran plato. La mesa rebosaba de refrescos, cervezas, agua, ron, papas fritas, arroz, ensaladas y, en dos grandes fuentes, el cabrito asado, o guisado, mejor dicho, esperando que le metiésemos el diente. Alberto nos ofreció los honores y me serví un buen pedazo cortado por Margarita, que hizo caso omiso a mis protestas. Visto lo visto, no lo dudé, esperé, picando aquí y allá trozos de carne suelta, a que todos estuviésemos servidos y entonces le caímos encima a la comida como desesperados.
Lo cierto es que hacía tiempo que no comía un cabrito tan bueno. Y a decir verdad, desde entonces tampoco he vuelto a comer algo tan rico. La carne suelta, jugosa, esponjosa, tierna, y de un gusto insuperable, con un toque exótico debido al ron y al zumo de lima con el cual se condimentaba. Creo que ninguno, excepto nuestro anfitrión, hablamos mucho mientras quedó algo en nuestros platos. Lamentablemente, estaba tan enfrascado llenándome el quejumbroso estómago que apenas presté atención a Alberto, limitándome a asentir de vez en cuando, o a decir, con la boca llena cosas como “no me diga, es increíble”. Pero nadie pareció darse cuenta, y no es falta de cortesía, por favor, pero entre unas cosas y otras, eran las cuatro de la tarde, y, al igual que en el viaje anterior, no habíamos comido nada desde primeras horas de la mañana. Y no es cuestión de negarte a comer cuando han preparado una comida especialmente para agasajar a uno, eso sí que sería desprecio y mala educación.
Tras la comida, la sobremesa, el café no puede faltar, ni el ron, por supuesto, aunque yo me conformé con otra cerveza, tras todo lo que había comido, no iba a sobrepasar los límites de alcoholemia… Pude observar que la magnum que había obsequiado a Alberto había reducido considerablemente su volumen de líquido, algo a lo que Margarita expresó su opinión, a la cual Alberto no pareció hacer mucho caso, alegando que aquel ron se lo había regalado yo, y que no era cosa de hacerme un feo despreciándolo, iniciándose entonces una pequeña discusión referente a lo que es hacer un feo y pasarse por no hacerlo. Los hijos decidieron que era hora de sacar a los chivos a pastar, y yo decidí acompañarlos. Mientras uno llevaba los chivos por un lado, fui con el otro calle arriba. Allí me llevé una buena sorpresa, pues pensé que habíamos llegado a la luna, por lo menos, al observar la desolada extensión que se ofreció a mi vista. Entonces estuve a punto de tirarme de cabeza por uno de aquellos barrancos, ya que solo en ese momento me di cuenta de un error fatal… La cámara estaba sin batería. No es raro, allí la corriente es de 110-120 volts, mientras aquí en España es de 220, lo que hace necesario un transformador especial, o que el del equipo, como en este mi caso, admita ese tipo de corriente, algo común ahora, pero que incrementa los periodos de carga. La batería de repuesto tenía algo de carga y me permitió hacer un par de fotos. Bueno, algo más de un par, de aquel extraño paisaje que se abría ante mis ojos. Creo, a estas alturas, innecesario el decir a donde han ido a parar aquellas fotos, gracias al buen hacer de las compañías aéreas…
De regreso a casa de nuestros anfitriones en Nuevitas, nos estaba esperando otro par de personajes, todos bien dispuestos dándole al ron y al café, y con los cuales me senté, con otra cerveza en la mano (esperaba que no me parasen por el camino ni me hiciesen soplar por el chismito), y tras una animada charla entre todos, los recién llegados, un pastor y un pescador, quedamos en reunirnos en mi próximo viaje, pues con tiempo, se me mostraría la (supuesta) zona en la cual Cristóbal Colón había clavado una cruz a su llegada, así como diversas zonas de interés, principalmente, arqueológico y pesquero, acompañado de una visita guiada por toda la bahía, por mar y por tierra. Lo que comenzó siendo un viaje sorpresa, terminó teniendo sorpresa en sí, ya que ni por asomo me imaginaba lo de la cruz, o los supuestos asentamientos Tainos sobre los cuales se ubicaba la ciudad. Cosas a descubrir en una próxima ocasión, y que deberán esperar turno.
Debemos dar por descontado que cuando Colón desembarcó, la cementera no estaba allí, de lo contrario, el famoso comentario que legó para la posteridad hubiese sido bien diferente, qué duda cabe.

Bueno, ya no queda mucho más, por lo que me veo obligado a escribir con más distancia entre post y post, para no tener que cerrarlo tan pronto. Lamentablemente, no dispongo, como ya he mencionado, de las imágenes que tenía en mente para ilustrar este post. Por supuesto que puedo conseguir muchas por Internet, pero entonces, este no sería mi trabajo. Tampoco decir que no solo se han perdido un buen montón de fotografías, sino también de palabras. La mayor parte de lo que aquí escribo son notas aisladas salvadas de la quema por viajar en otra maleta, pero las entrevistas que se grabaron, bien en vídeo, bien en grabadora, se fueron al carajo. Por descontado que podría mencionar aquí alguna anécdota de Alberto, nuestro amable cocinero y anfitrión, de cuando se alzó en rebeldía y se tiró al monte, uniéndose a las fuerzas rebeldes de Fidel Castro. Pero no lo hago por no distorsionar la verdad. Y la verdad es que, como el aparatito estaba grabando la conversación, no le presté mucha atención, si, lo sé, mea culpa, pero ¿para qué está la tecnología? Lástima de compañías irresponsables que te obligan a reestructurar el equipaje sin darte opciones, y luego te lo “pierden”. Y lo peor no es eso, lo peor es que las leyes internacionales las protegen en este tipo de desmanes...
En fin, hasta dentro de una semana, más o menos, a la espera, como ya es habitual entre nuestros visitantes, de que en breve se pueda solucionar el problema que nos afecta y podamos comenzar a operar en serio y con ganas.
Gracias a todos por sus visitas, y sean felices.

PROYECTO GUAJIRO es una idea original de DAVID POSSE. © 2009. Todos los derechos reservados.

2 comentarios:

  1. Deprisa says

    Casi todas las fábricas de cemento tienen descampados así, mostrando desde el aire paisajes lunares y, en muchas ocasiones, rompiendo la estética de la zona, pero en algún lugar tendrán que ubicarse.

    Un saludo.


    Enrique Palacios says

    NUEVO viaje a Nuevitas. Para tomar NUEVOS aires, Y ver la vida de NUEVAS formas. Una NUEVA escusa para ir Nuevitas...


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