BAJO LA TORMENTA




BAJO LA TORMENTA
Pasado el lapsus del fin de semana, y tras esta “carta abierta”, la cual, pese a que debería haber ignorado a sus autores y sus cargantes e-mailes, no he podido dejar de publicar, aunque no viene al caso (pero llena espacio, ¿a que si?). Por lo tanto, pasamos a lo que nos interesa, pese, insisto, a la escasez de material debido a su pérdida, por lo que me veo obligado a tocar de oídas. Las imágenes que ilustran este post fueron tomadas por Ana poco antes de la llegada de Ike a cuba, en la misma carretera central y siguiendo la misma ruta aquí descrita de camino hacia Las Tunas. Obsérvese el tono rojizo del ambiente, previo a toda tormenta tropical que se precie, así como la ausencia de señales en la carretera.



Las tormentas en el trópico no son muy diferentes a las tormentas en cualquier otro lugar, excepto, tal vez, por la cantidad de agua que dejan caer sobre las cabezas de los pobres mortales. Por lo general, se presentan de repente, descargan todo lo que tienen sobre la tierra, y se van como han venido. Visto y no visto. Pese a su aspecto, suelen ser bienvenidas, sobre todo cuando son ligeras y dejan agua en temporada de sequía, pese al impresionante aparato eléctrico que las acompaña. El resto de sus formaciones o denominaciones, ya no lo son tanto, dado su poder destructivo.
Porque no podemos pasar por alto qué es en sí una tormenta tropical, tanto en cuanto a fenómeno meteorológico, el cual, no lo olvidemos, es parte de la evolución de un ciclón tropical. Para ser un poco más precisos, y según los diversos centros meteorológicos, se considera tormenta cuando la velocidad promedio del viento, durante un minuto, alcanza cifras dentro del rango de los 63 a los 118 km/h.
Un ciclón tropical no deja de ser en sí un simple sistema de tormentas cuya principal característica viene dada por una circulación cerrada alrededor de un centro de bajas presiones cuyo resultado a su vez es consecuencia de los fuertes vientos y abundantes lluvias. Los ciclones tropicales suelen extraer su energía de la condensación del aire húmedo, y cuya consecuencia más notable viene dada por los fuertes vientos que le son característicos. Su sistema tormentoso, denominado núcleo cálido, los distingue de otras tormentas ciclónicas, como las olas o bajas polares. En dependencia de su fuerza, un ciclón tropical puede recibir diferentes denominaciones, como depresión tropical, tormenta tropical, huracán, tifón o ciclón. Todo esto no debe llamarnos a engaño, ya que, como decía, en los trópicos, lo que comienza siendo una tormenta, bien puede acabar como un huracán.



Durante nuestro tercer viaje, ya esta vez con el proyecto casi definido en nuestras mentes, decidimos ir en busca de las localizaciones y al mismo tiempo, ver cuáles serían las condiciones en las cuales este proyecto podría tener salida, eso por no hablar del necesario interés para el visitante de este blog, que en un principio estaba destinado a ser una página web al uso. Estábamos en un apartamento en la Calle San Miguel, en el Vedado, La Habana. Habíamos pasado allí tres días, los suficientes para dar un par de vueltas, hacer algunas fotos en plan turista, y alquilar un coche que nos permitiera movernos con libertad. Si en algo hay que alabar a los servicios de emergencia cubanos es en la previsión. Nadie más atento a las evoluciones meteorológicas, que permiten prever con tiempo la llegada de los huracanes y adelantarse a ellos, evacuando a la población de aquellas zonas por las cuales se considera que éstos tendrán su ruta, y reforzando aquellas zonas aparentemente más débiles, proveyendo y suministrando alimentos a los refugiados, etc. Algo muy diferente a lo sucedido hace un año en Myanmar, la antigua Birmania, en donde las autoridades ni se molestaron en avisar a la población de lo que se avecinaba, con las consecuencias de todos conocidas. Si en Cuba se aproxima un huracán y alguien no se da por enterado, es que o no ve las noticias o vive totalmente aislado. Y ya se encargan sus convecinos de ponerlo al día.
Nosotros no vivíamos aislados, ni mucho menos, pero tampoco habíamos tenido tiempo para ver las noticias, por lo tanto, no nos enteramos de la que se avecinaba. Hicimos nuestros preparativos a lo largo de la tarde, y tras una ducha, no fuimos caminando tranquilamente hasta el hotel Habana Libre, en la calle L, esquina con la 23, y de allí a la pizzería Dinos, en los bajos de cine Yara. La noche, cálida y apacible, no presagiaba nada de lo que se nos vendría encima al día siguiente. Luego de comernos unas pizzas y bebernos unas cervezas bien frescas, Ana y yo regresamos al apartamento dando un agradable paseo.



A la mañana siguiente, próximos al medio día, tras una nueva y refrescante ducha seguida de un buen desayuno fui a buscar el carro a la calle en donde nuestros ya viejos amigos de anteriores ocasiones se ocupaban de vigilarlo, mientras Ana esperaba a la puerta del apartamento con todo nuestro equipaje. Nuestro casero-anfitrión no estaba y la llave debíamos dejársela a una vecina. El día amaneció limpio y despejado, con un calor que rajaba las piedras. Tras cargar nuestro equipaje, nos fuimos a casa de la vecina, a entregarle la llave, la amable señora nos ofreció un café recién colado, cuyo aroma inundaba la estancia, y al enterarse de que emprendíamos viaje hacia el interior, suponiéndonos conocedores de las noticias acerca de la tormenta que se avecinaba, nos ofreció un gran envase de plástico, de unos diez litros, para que lo llenásemos de combustible, por si acaso. Tras hacer un somero cálculo mental, entre el coche, un Hyundai, la distancia a recorrer, unos 650 kilómetros, y la capacidad del depósito, así como las diversas poblaciones que deberíamos atravesar, llegué a la conclusión de que la buena mujer exageraba, advirtiéndonos que en ningún momento abandonásemos la carretera principal, y mucho menos que nos internásemos en las ciénagas, que cogiésemos el envase que nos ofrecía por si nos hacía falta. Con toda la amabilidad posible, rechazamos el ofrecimiento, pues Cuba no es la selva del Amazonas, y, ajenos ambos a las noticias meteorológicas que anunciaban la tormenta que se avecinaba, consideraba exageradas las catastróficas previsiones de la mujer. Luego de dar unas vueltas por La Habana, y dado el buen tiempo reinante, nos dedicamos a recorrer diversos Cupet (gasolineras de Petróleos de Cuba), en busca de algún mapa de carreteras que pudiese sernos de ayuda. Ya habíamos contactado con anterioridad con gentes de las Tunas, en donde nos esperaban. Los contactos se habían llevado a cabo durante mi anterior viaje camino de Baracoa, pues en la ciudad de Las Tunas había alquilado un apartamento y desde allí me había movido con libertad por las poblaciones circundantes. Es decir, la elección de la zona no era casual, venía dada por su proximidad a todos los centros que debería visitar.



La búsqueda de un plano de carreteras se vio colmada por el fracaso, nadie parecía tener ninguno, ni siquiera sabían si había alguno publicado para uso del visitante o turista, por lo cual debimos servirnos como referencia de la guía Anaya, que tan útil me había sido en mi primer viaje, la cual traía al final un pequeño desplegable con las rutas principales. Tras cruzar el túnel bajo la bahía, pasamos cerca de Cojimar, lugar famoso por ser el elegido por Hernest Hemingway para vivir, y en donde su casa ha sido convertida en museo, con todos los objetos que el escritor dejó tras su salida de la isla. Poco antes de salir de La Habana, nos detuvimos en un Cupet a comer algo y terminar de llenar el depósito. El cielo, para entonces, estaba cargándose de nubes, unas enormes nubes grisáceas que deberían habernos puesto sobre aviso. Pero no hay más ciego que el que no quiere ver. Tras la comida, pizza y pollo frito, reemprendimos el camino. A todo esto, ya serían las tres de la tarde bien pasadas, y teníamos prevista la llegada a Las Tunas hacia las diez de la noche.
En el entronque de San Miguel, retomamos la carretera central, que atraviesa toda la isla. Casi todo el camino se sucede sin interrupciones, pues apenas se atraviesan poblaciones importantes hasta llegar a Santa Clara, a unos 300 y algo de kilómetros de la capital. Para entonces, saliendo de la ciudad, el ambiente rojizo previo a las tormentas y las altas nubes dieron paso a la oscuridad que cayó sobre nosotros como si alguien bajase el telón de repente, el viento se incrementó y una espesa cortina de agua se nos vino encima, todo más rápido que lo que se tarda en exponerlo, un visto y no visto, cuando apenas unos momentos antes el sol pegaba con fuerza entre las altas nubes.



Para el viajero inexperto, tal cantidad de agua cayendo de golpe puede resultar algo sorprendente. Nosotros no éramos inexpertos, no era nuestra primera tormenta en los trópicos, pero nos sorprendió igual. Los limpiaparabrisas, a toda velocidad, eran inútiles, y poco a poco, la noche del trópico, adelantada por la oscura tormenta, nos fue envolviendo. La ausencia de líneas en la carretera, así como de iluminación, no facilitan la labor de conducir. La única referencia por la cual podía guiarme era la cuneta, cuando ésta no estaba totalmente inundada, por lo que me vi obligado a reducir drásticamente la velocidad casi al paso de una persona, para poder mantener la referencia, dada la imposibilidad de ver apenas el morro del coche, no ya la carretera. Por suerte, el depósito estaba lleno, pero aquel percance nos retrasaba hasta lo indecible, ya que el próximo punto habitado, al menos en la carretera, era Aguada de Pasajeros, a unos 275 kilómetros de la capital, en donde podríamos comer y reponer fuerzas, y, por si acaso, volver a reponer el combustible.
La ruta en sí está plagada de pequeñas poblaciones, pero la mayoría de ellas alejadas de la carretera, aunque con acceso a la misma, y no en todas sería posible encontrar combustible en caso de apuro, aunque no era el combustible lo que más me preocupaba, si no el aire y la cerrada cortina de agua que nos caía encima, bandeando el coche ora para un lado, ora para el otro, dependiendo de por donde saliese la ráfaga. De vez en cuando, la descarga de algún rayo me permitía ver un poco mejor por dónde íbamos, eso cuando no me cegaba directamente, lo que me obligaba a mantener una velocidad de crucero entre los 20 y los 30 Km/h.
Por regla general, este tipo de fenómenos no suelen durar mucho, como ya comenté, llegan, descargan y continúan su camino hasta deshacerse. Pero luego nos enteramos que aquella tormenta, tras dejar Jamaica, había ganado fuerza al atravesar el Caribe y estaba catalogada como de categoría uno, en la escala Saffir-Simpson, alcanzando la categoría dos cuando tocó tierra al sur de Cuba. Nada grave, para quien ya está acostumbrado y sabe cómo lidiar con estos fenómenos atmosféricos, pero que complica mucho las cosas cuando de transporte terrestre o marítimo se trata.
La escasa velocidad, el desconocimiento de la carretera y el mal estado de esta, al menos, en lo que a señalización e iluminación se refiere, no permitía el incrementar la velocidad, así que a paso de tortuga, serían cerca de las nueve de la noche cuando llegamos a Aguada de Pasajeros. Nos había llevado toda la tarde el recorrer los escasos trescientos kilómetros que la separan de la Capital.



Aguada de Pasajeros, y no me refiero a la población del mismo nombre que queda a poco más de un par de kilómetros al sur, es una especie de “área de descanso” en plena carretera central, que cuenta con tiendas, restaurante, gasolinera, taller, farmacia, etc. Un punto de descanso para los autocares de turistas, principalmente, y para los que no son turistas también, en tránsito por la isla. Ni que decir tiene que aquello era el oasis en medio del desierto. Pero para entonces, la tormenta había amainado un poco. Nos detuvimos a cenar algo, y de paso, aprovechamos para llamar a nuestros anfitriones, que a aquella hora estarían esperándonos impacientes, avisándolos de que estábamos en camino, pero que la tormenta nos había retrasado. No sabíamos a qué hora llegaríamos, ya que las personas que atendían aquel oasis tropical nos advirtieron que probablemente, aquella calma solo correspondía a que el ojo de la tormenta estaba sobre nosotros, y que no tardaría en comenzar de nuevo.
Tras sopesar aquella información con calma ante unos jugosos filetes de res, decidimos continuar nuestro camino. Entonces me di cuenta de por qué veía todo tan oscuro. Enfrascado en conducir, no me había percatado que todavía llevaba puestas unas oscuras gafas de sol. Tras tildarme mentalmente de burro redomado, las guardé. Ahora veía las cosas un poco más claras, y la decisión de continuar se vio reforzada por este pasajero detalle. No llegaríamos a las diez, eso estaba claro, pero tal vez a las tres de la madrugada…

Área de descanso de Aguada de Pasajeros, fragmento

Tras llenarnos el estómago, volvimos a llenar el depósito, pese a que la aguja del indicador apenas había bajado una línea, y continuamos nuestro camino.
El tráfico con el que nos cruzábamos era más bien escaso, compuesto mayormente por camiones. Es de señalar que en Cuba, la mayoría de los coches tiene solo un tipo de luz, las largas, y el que tiene las cortas, parece ignorarlas, lo que también contribuía a dificultar la conducción, eso por no hablar de los camiones, los cuales hacían honor a aquello del “King of the Road”, la inmortal melodía compuesta por Roger Miller, es decir, cuando te viene uno de frente, mejor hazte a un lado y reza lo que sepas, sobre todo cuando se trataba de aquellos International con largos morros, verdaderos monstruos del asfalto manejados por conductores suicidas a los cuales las condiciones meteorológicas parecían importarles bien poco. Más de una vez tuvimos que meternos por la cuneta cuando nos cruzábamos con alguno de aquellos monstruos, ya que la carretera, pese a que en algunos tramos cuenta con varios carriles en ambas direcciones separados por una mediana, en su mayor parte no pasa de ser una simple carretera de dos estrechos carriles, uno en cada dirección.
La cosa fue más o menos bien hasta que llegamos a Ranchuelo, en las proximidades de Santa Clara, lo que nos permitió hacer una media más o menos decente, si la comparamos con lo recorrido hasta el momento, aunque dado el estado del asfalto, inundado en buena medida, en ningún caso pude superar los 80 km/h. Aquí comenzó de nuevo la tormenta a descargar con furia, y las luces del coche, más que ayudar en la visión, formaban una cortina con el agua que casi me obliga a volver a ponerme las gafas de sol, por lo que la mayor parte del camino iba con las luces de posición o las cortas, cuando me cruzaba con otro vehículo. Pese a lo que parezca, las luces de posición iluminaban más que las cortas o las cegadoras largas, al reflejarse en la tromba que caía. De todas maneras, como ya he mencionado, la única referencia que tenía era la cuneta, y para verla con claridad, las luces de posición y el parpadeo de las luces de emergencia se mostraron de lo más efectivas.



De nuevo estábamos haciendo una media entre los 20 y los 30 km/h, y así, pasamos por las inmediaciones de Santa Clara, cuyas luces podíamos ver reflejándose en el cielo entre la oscuridad reinante. Tras unas interminables horas de carretera, haciendo sitio a los locos del volante que a toda velocidad en sus pesados camiones atravesaban de vez en cuando nuestro camino, llegamos a Ciego de Ávila. Para entonces, la tormenta parecía estar amainando, y mi vista descansó al atravesar las iluminadas aunque vacías calles. En el centro de la población, pasando por la avenida principal, pude ver un ancho reguero de agua que atravesaba veloz la calle en un cruce. Dada la ausencia de tráfico, debía ir a unos 60 km/h, pero algo en aquella corriente de agua no me gustó, y cuando ya estábamos encima de ella, clavé el freno, pero no fue con la suficiente rapidez, y el coche patinó, yendo a caer de morro en un profundo bache con el estrepitoso ruido de los bajos de la carrocería al rozar contra el borde. El coche quedó como un barco que se hunde de proa, con la delantera metida en el bache y casi oculta por el agua y la trasera en alto. Dándome a todos los diablos por haber caído de narices en pleno Cañón del Colorado y esperando que el agua no entrase en el motor, metí marcha atrás, mientras un mulato que estaba en la esquina, al ruido del percance, salió a ver qué pasaba, y me gritó que si necesitaba ayuda, le hice un gesto con la cabeza mientras las ruedas patinaban en el borde, pero con una brusca sacudida, conseguimos salir. El mulato me indicó que pasase por la esquina en la que él estaba, ya que en agua había agrandado una zanja de desagüe y aquella parte era la menos profunda. Tras bordear lentamente el “desagüe”, y darle las gracias al hombre por su indicación, seguimos camino.
Fue salir de la ciudad y comenzar de nuevo la cosa. Kilómetros y kilómetros, hora tras hora, bajo una tromba de agua que no parecía tener intención de detenerse, ni el agua ni el viento ni los rayos ni los truenos concedían descanso, y por si eso fuera poco, había que esquivar a los camiones, que, por fortuna, eran escasos. De vez en cuando hacíamos un alto para descansar, allá en donde el terreno lo permitía. Solo entonces, cuando ya debíamos llevar cerca de los quinientos kilómetros conduciendo bajo aquella tormenta, se me ocurrió pensar en las recomendaciones de la señora a la cual habíamos dejado las llaves del apartamento, referentes a lo de no meterse en las ciénagas, y me pregunté a qué se refería, pues a aquellas alturas, todo el centro de la isla era una enorme ciénaga. Y esperaba que al coche no le hubiese pasado nada al caer de hocico en el Cañón del Colorado y que no le diese por ponerse en huelga allí, en medio de la nada, pues a aquellas horas, ya ni camiones pasaban. Afortunadamente, pasadas las cinco de la madrugada, la tormenta cesó y el cielo fue despejándose, permitiéndonos ver algunas estrellas. Pero para entonces ya el cansancio estaba haciendo mella en mí, ya que Ana dormitaba por veces, lujo que yo no podía permitirme.
A la entrada de Camagüey, cuando aún nos faltaba por recorrer algo más de doscientos kilómetros hasta nuestra meta, encontramos una iluminada gasolinera. Allí detuve el coche, bajamos a estirar las piernas y otras cuestiones, luego tiramos los asientos para atrás y nos dispusimos a descansar. Un par de horas de sueño no nos vendrían mal, tras la experiencia.

Ivon y Asia posando junto al Hyundai, protagonista de este post y con el cual atravesamos la tormenta

Finalmente, hacia las diez de la mañana, enfilamos la calle en la cual tenían su residencia nuestros anfitriones, los cuales, preocupados por la ausencia de noticias nuestras durante las pasadas doce horas, ya que desde las nueve de la noche pasada no habíamos podido mantener contacto telefónico con ellos, permanecían por la calle, frotándose las manos con la impaciencia y creyéndonos perdidos, accidentados o algo peor, ya que la tormenta había causado serios daños en algunas infraestructuras según los partes de noticias que emitían por la televisión estatal. Las caras de alivio que pusieron al vernos aparecer por la esquina compensaron con mucho los males pasados. El desayuno con que nos obsequiaron terminó por quitarnos de encima, a nosotros, el cansancio, y a ellos, las preocupaciones. No me dieron un tirón de orejas por mi temeridad porque no lo consideraron apropiado dada la situación y la edad de todos, pero creo que ganas no les faltaron, por los reproches y recomendaciones con las cuales nos obsequiaron.

Portal de entrada de la casa de nuestros anfitriones.

Todavía no sé bien con qué voy a obsequiar mañana a nuestros visitantes, pues el material se acaba a la espera de un sponsor o patrocinador, de cualquier manera, sean felices, aquí estaremos.

PROYECTO GUAJIRO es una idea original de DAVID POSSE. © 2009. Todos los derechos reservados.

1 comentarios:

  1. Daniel HR says

    ¡Uf, menuda aventura! Casi puede decirse que el viaje se os hizo eterno. La verdad es que podía dar para una buena "road movie". Por cierto, enhorabuena por las fotos. ¡Impresionan!


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